Pabellón seis, habitación cincuenta y
cinco. Un hombre yace tendido sobre la cama. Su aspecto es semejante
al marfil; su cuerpo, un saco de arena. Sus párpados son dos persianas que
protegen la oscuridad, sus manos dos puños cerrados que acompañan la rigidez de
un esqueleto inerte.
La habitación está en penumbras, apenas se
puede respirar. El aire se escapa por un pequeño ventanal, mientras el hombre
sigue atornillado a la cama como una estatua de granito, plantado como un roble
en la tierra, sin ganas de improvisar cualquier movimiento. El tiempo se le
esfuma lentamente, se le escapa de las manos, se le escurre entre la cabeza y
la almohada. Sin embargo, la mucama no parece darse
cuenta del pequeño detalle, y grita desesperadamente al encender las luces
de la habitación. El personal de limpieza acude de inmediato. El hombre está
muerto. Un halo de espanto tiñe la escena: tres mucamas, un cuerpo y miles de
interrogantes.
Sin mediar palabra alguna, las indefensas
mujeres se persignan y cubren el cuerpo con una sábana blanca. Vuelven a emular
la señal de la cruz. Se despiden misteriosamente y cierran la puerta con llave.
A los cinco minutos, el hombre se levanta agitado. Está transpirando. Sus
ojos parecen desorbitados. Reacciona y toma el celular. Le escribe a su
esposa:
-Otra vez el mismo sueño, otra vez la misma pesadilla.
El hombre suelta el teléfono y lo deja caer al piso. Ha escuchado que golpean
la puerta; son las tres mucamas que vienen a buscarlo.